Magufos Anónimos: Martín Andrés Caicedo Amaranto


Mi nombre es Martín, y sí, hay que decirlo: fui magufo.

Como el colombiano promedio, fui bautizado como católico, y aun perteneciendo a esa fe, no fue usual que pisara una iglesia hasta los ocho o nueve años. Tuve la fortuna de nacer en una familia donde se permitía el libre pensamiento y se satisfacía la curiosidad. Mi madre es una mujer muy espiritual y de carácter abierto a casi cualquier pensamiento, aunque aún hoy molesta si visto de negro con mucha frecuencia. Papá, aunque es de costumbres más conservadoras, es casi enteramente no practicante (son contadas las veces que lo he visto rezando), y nunca se ha sentido afiliado a ninguna religión. De esa forma, tuve mucho tiempo para alimentar mi fascinación con el mundo animal, y mis deseos de estudiar todo lo relacionado con él.

Eso cambió cuando me fui a estudiar la primaria a Barranquilla, con la familia de mi madre. Me dieron una Biblia para mis clases de religión, y tuve que estar cuatro años allí, primero con una prima de mamá (que me hizo la vida un infierno), y luego con mis abuelos. Mi abuela es sumamente católica, y siempre me hizo saber que había un ángel que anotaba todas las cosas buenas que yo hacía, y otro que anotaba todas mis malas acciones, así que siempre fui bastante tímido, y con frecuencia objeto de burlas incluso entre amigos. Además, tuve que asistir con más frecuencia a la iglesia más cercana (si bien aún era poca mi asistencia en comparación con un católico devoto), y raro era el fin de semana que no estuviera yo leyendo mi Biblia. Todavía la conservo, y dentro de ella guardo ramitas de azahar de la India de diez hojas (de las que dicen dan buena suerte) que cogía de niño, y algunas flores secas que he coleccionado con los años.

Varias cosas, en particular, marcaron mucho esa etapa de mi vida. Una fue la cantidad de libros viejos que leía en casa de mis abuelos: libros de historia y ciencias naturales sumamente detallados, enciclopedias, algunas obras de literatura y de mitología, algo que siempre me ha fascinado. Entre esos libros, un almanaque mundial de 1991, precisamente mi año de nacimiento, con un apartado especial acerca de los OVNIS, todo con imágenes, testimonios y documentos que parecían sumamente confiables y que me cautivaron. La segunda fue la lectura en clase de un pasquín de grupos evangélicos acerca de los animes “satánicos” (lectura que pasaría a ser mi peor recuerdo de niñez, y primer encuentro desagradable con el fanatismo). La última fue un particular contraste en casa: mientras papá se suscribió por unos meses a National Geographic, lo que me permitió conocer cosas como dinosaurios emplumados y fotografías de Marte, mi mamá había descubierto la doctrina espírita, y cuando volvía a casa en vacaciones, nos reuníamos a leer algunos libros de esta fe.

Ejemplar de National Geographic de 1998, con el magnífico Caudipteryx zoui de portada. De nuestros mayores tesoros de infancia.
Ejemplar de National Geographic de 1998, con el magnífico Caudipteryx zoui de portada. De nuestros mayores tesoros de infancia.

Cuando entré a bachillerato, esta vez viviendo con mi familia, sucedieron aún más cosas. Visitando en otra ciudad a unos parientes, pude leer un libro de ufología del famoso J.J. Benítez, y aún confiaba más en sus historias acerca de los visitantes de otros mundos, en particular con el avistamiento de un OVNI medusa en Petrozavodsk (fotos con vidrios perforados por sus rayos luminosos, ¿quién podría rebatir eso?). Sin embargo, el cambio más importante fue que recibimos la visita de dos misioneros mormones, y luego de muchas sesiones mis padres decidieron que toda la familia se bautizara, con excepción de mi hermano mayor, que se encontraba estudiando en la UIS.

De la noche a la mañana me vi obligado a asistir con mi madre y mi hermana a la capilla cada domingo (papá siempre encontraba la forma de zafarse de eso), a quedarme tres horas a escuchar lecciones de adoctrinamiento, y a servir como diácono en la Santa Cena, repartiendo algo tan simple como mogolla y agua. Pero me esforzaba por creer en lo que me enseñaban: que los jóvenes debían esperar antes de tener pareja, que las muestras públicas de afecto no eran permitidas, que en un futuro tendría que dejar a mi familia y mi carrera para compartir la palabra del Libro de Mormón. Pronto me vieron en las reuniones juveniles como alguien con buen potencial de entendimiento, y me dieron el cargo de organizador en dichas lecciones semanales.

Irónicamente, todo esto empezó a crear puntos de inflexión entre mi fe y mi razón. La presión que sentía sobre mí por tener un cargo semejante era demasiada, y dejé pronto de asistir a las reuniones juveniles. Por otro lado, habiendo tenido contacto con libros de historia y biología, había aprendido que la idea de los judíos siendo ancestros de los nativos americanos era poco menos que improbable, y los supuestos textos egipcios en la Perla de Gran Precio tenían una veracidad dudosa. Finalmente, un primo que estudiaba biología marina, y a quien considero una persona muy analítica, me prestó varios libros científicos como Historia del tiempo y El universo en una cáscara de nuez, de Stephen Hawking, El cerebro y el mito del yo, de Rodolfo Llinás, y Cosmos, del legendario Carl Sagan. Aunque a los 14 años aún había cosas que yo no comprendía, esos textos enriquecieron mucho mi capacidad crítica, y cada vez me fui distanciando más de la fe mormona.

Facsímil No. 1 del supuesto Libro de Abraham.
Facsímil No. 1 del supuesto Libro de Abraham.

La ruptura final vino a los 15 años, en una ocasión en que necesitaba información de la selección natural para un debate en clase acerca de las teorías del origen de la vida, y el presidente de la rama a la que asistía me dijo más o menos lo siguiente: “Puedo ayudarte con esa información, pero debes saber que la Iglesia no está de acuerdo con esa teoría, y que nos ceñimos a la intervención divina en el origen del Universo”. La profunda decepción con esa respuesta, sumado a todo lo anterior, al hecho de que en la casa nunca seguimos demasiado las restrictivas doctrinas de la Iglesia, como la forma de vestir y qué comer, y a la influencia de los amigos de colegio, me hicieron tomar la determinación de no regresar con los mormones, aún a pesar de sus visitas. Todos en la casa hicieron lo mismo al poco tiempo.

Desafiliado de cualquier iglesia, pero aún creyente, terminé mi bachillerato y entre a estudiar Biología, la carrera que tanto ansiaba. En el proceso, fui devorando varios libros religiosos y escépticos, principalmente acerca de misterios famosos y aparentemente inexplicables, como el Sudario de Turín, las Centurias de Nostradamus, monstruos fabulosos como Nessie, y por supuesto, los susodichos OVNIS. Fui aprendiendo que los testimonios no son una evidencia fiable, y que estos supuestos milagros y hechos sobrenaturales tienen una explicación científica, o carecen de pruebas fiables para su existencia. Faltaba deshacerme de una creencia final.

La oportunidad llegó de forma muy curiosa. Durante un tiempo, a falta de un laboratorio propio, tuve que hacer trabajo de investigación en la oficina de mi tutor, en la facultad, llegando a pasar todo el día allí sentado detrás de un microscopio. En una ocasión, por curiosidad, me puse a leer algunos ensayos de estudiantes de primer semestre, en la oficina del director de programa, y encontré el de una amiga, donde se explicaba cómo se podía ser científico y creyente, sin necesidad de mezclar creencias en tu labor profesional (irónicamente, ahora ella es una cristiana renacida, aunque somos muy amigos). Mientras lo leía, de repente me di cuenta que yo mismo mantenía una creencia en un Dios del que sabía que no existía una prueba científica de su existencia real. ¡Había sido un agnóstico teísta por mucho tiempo, sin saberlo!

Tenía que instruirme aún más. Y fue Bertrand Russell, con su ensayo Por qué no soy cristiano, el que me ayudó a dar un abrazo final al escepticismo. Sus planteamientos filosóficos y análisis lógico de la creencia divina y los argumentos de su existencia fueron muy sustanciosos. Si no existe una evidencia tangible de la existencia de un ser superior, ¿por qué creer que efectivamente existe? Yo no lo hago. No sé si realmente exista algo superior, pero por ahora la evidencia me dice que no necesitamos uno para explicar el origen del Universo y la vida en sí misma. Así que prefiero no romperme la cabeza pensando en esas nimiedades.

Bertrand Russell
Bertrand Russell

Hoy simplemente me defino a mí mismo como un agnóstico no creyente y escéptico. Tengo bastantes herramientas para defender mis ideas, gracias a la profesión que estudié y todo lo que he podido leer en filosofía y divulgación científica. Y debido a que siento que, actualmente, sobreviven muchas ideas socialmente nocivas que gozan de popularidad (posmodernismo, fundamentalismo, etc.), decidí abrir mi propio blog escéptico. Así nació El Pensador Sereno. Al principio fueron unas cuantas entradas, pero gracias a la influencia y contacto con otros sitios de igual temática en la Internet, y el apoyo de algunos amigos de la blogosfera escéptica, he ido puliendo mi estilo y aumentando mi trabajo en el blog, y espero seguir haciéndolo en el futuro.

No tengo problemas con mis ideas en la casa. Como dije antes, mi madre es muy espiritual, pero respeta las creencias de cada persona, siempre que no las usen para tratar mal a nadie. Y como mi papá es desentendido de esas cosas, probablemente a veces ni recuerda lo que soy. Mis hermanos tampoco se complican: mi hermano mayor es materialista de izquierda y ateo incipiente, y mi hermana, dos años mayor que yo, tiene síndrome de Asperger: es creyente de la misma forma de papá, y no se fija mucho en estos asuntos. Con el resto de la familia es un poco diferente, ya que varios son católicos devotos. Algunos se incomodan con lo que publico, otros me dicen que me modere un poco, y unos pocos más apoyan mi libertad de pensamiento.

A veces miro hacia atrás, a la época en que era mormón, y casi me da vergüenza de ver cómo me comportaba en esos tiempos. Aun así, me alivia saber que todo eso no fue más que una etapa en mi vida, y que me sirvió para dejar atrás el velo de la credulidad y la irracionalidad. Aún tengo muchas cosas por lograr, y es refrescante saber que puedo hacerlo libre, sin miedo a enfurecer a ninguna irrelevancia divina.

12 comentarios sobre “Magufos Anónimos: Martín Andrés Caicedo Amaranto

    1. Qué te digo… En particular no soy dado a arrepentirme de mis decisiones, así que no puedo decir que realmente haya sido un tiempo perdido toda esa época de mormón. Son pasos que uno va recorriendo. Pero no se deja de sentir cierta incomodidad cuando te das cuenta que creías (o decías creer) en algo que tú mismo veías dudoso.

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  1. Que buen articulo, creo que ha muchos nos ha pasado, esa es la programación social que nos inculcan desde niños en muchas áreas, no solo religiosa, pero con el tiempo uno va conociendo y desechando teorías, doctrinas y demás y termina por formarse su propia creencia respecto a todo, especialmente ese dios que siempre nos contaron. pasare de visita por tu blog continuamente. saludos desde Medellin.

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  2. Que buena historia Martín. En especial esta me ha gustado mucho por su forma tan elocuente de transmitir sus experiencias. Ojalá algún día pueda contar un poco de mi historia, así sea un poco tarde, pero de forma sencilla.

    ¡Saludo!

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